miércoles, 5 de marzo de 2008

El mimo




Los aplausos se apagaron, al igual que los murmullos de la gente que abandonaba la sala del Teatro de la Comedia. La última función había terminado, con ella se cerraba la historia de ese lugar, en el cual por 50 años se habían escenificado cientos de obras y que ahora en un tiempo por demás inmediato sería derrumbado. Ya no era beneficioso para sus dueños.
Detrás del telón desgastado y altivo, donde la magia se hace, el mimo se inclinaba sobre un baúl de mediano tamaño que estaba en medio del escenario.
Sus movimientos parecían formar parte de la obra que recién se había representado. Eran lentos y estudiados. Quitó, como en una ceremonia nupcial, el velo que lo cubría y levantó sin esfuerzo la tapa. Se despojó de la túnica blanca, que dejó ver su cuerpo algo encorvado; la dobló con paciencia en cuatro partes y la puso junto a la máscara, que hasta hace poco le cubría su rostro. Ambas le habían dado cierto aire fantasmal necesario para su acto.
Las guardó dentro del baúl, como en caja de Pandora, junto a sus esperanzas y con él en sus manos caminó hasta su camerino.
Allí, terminó de ordenar y juntar sus pocas pertenencias, incluyendo su gato persa, ahora disecado e inútil como los programas de teatro, amontonados dentro de una caja debajo de su cama.
Recorrió con la mirada cada rincón. Cerca del ropero, con un cartel adosado a sus puertas que anunciaba la función del día, estaba la única silla de la habitación. La tomó y se sentó frente al espejo con bombillos alrededor del marco y con la misma parsimonia que usaba en escena, se limpió el maquillaje teatral.
Apareció un rostro sereno, de cerca de setenta años con piel amarillenta y círculos violáceos bajo los ojos. La frente ancha se adentraba hacia la cabeza, provista de una todavía poblada cabellera que semejaba una alfombra de nieve.
Terminada lo que pareció una última ceremonia, se dispuso a salir y con un ademán que la costumbre, antes de dirigirse a escena, había hecho un mal hábito, pateó en el suelo y profirió: Mierda.
Tomó de la mesa que le servia para comer, un sobre con un nombre escrito en letra cursiva, lo metió al bolsillo de su chaqueta y salió, dejando encerrado en ese mezquino espacio, los últimos treinta años de su vida.
En la puerta tropezó con el viejo portero quien le interrogó.
—Sr. Máximo ¿A dónde va? ¿Qué va a hacer ahora? El Sr. Cosme me dijo que solo podía dormir en el sótano hasta el viernes próximo. El lunes ya empiezan a demoler el edificio.
Demasiadas preguntas sobre las que no quería dar respuestas. No era momento para proporcionar detalles. Máximo le dio una palmada afectuosa en la espalda al portero y le contestó.
—-No te preocupes, ya lo tengo resuelto.
Las preguntas del viejo portero lo enfrentaron de nuevo a su realidad. Ya no tenía un sitio dentro de un escenario y nada más que ofrecer, sino su pasado enlazado al mundo ficticio de entretener bajo una máscara.
Bien poco, para los tiempos que se avecinaban. En este hoy absoluto, sin un mañana previsible y seguro, sus remembranzas eran un equipaje inútil.
Máximo Constante, había sido hombre de teatro desde que tenía recuerdos. Era hijo de una pareja de cirqueros y no podía imaginar ni un momento de su vida, que no fuera montado en un escenario. Tenía una educación básica, lo justo para leer y escribir con letra pequeña, muy adornada, como se lo enseñó su madre. Nada más.
Caminó con vacilante y acompasado desgano pegado a la calzada, ajeno a las luces, éstas le eran tan familiares que las tenía pegadas a su ropa. Su resplandor era una compañía más confiable que las sombras.
Se detuvo sólo por unos momentos a dos cuadras del teatro para mirar, a través de los cristales del Bar, a los habituales y conocidos parroquianos. Sintió la garganta seca y la tentación de un trago que le diera alas al tropel de sus pensamientos.
Pensó en entrar. Pero no, no podía caer en la trampa que le montaba la razón y siguió por largo rato con ese dolor íntimo, sin alivio, que lo arrastraba, hasta divisar a lo lejos el puente.
Lo separaban del descanso, de la entrega final, escasos metros. Comenzó a sentir una angustia que le hinchaba el cuerpo, su respiración no obedecía el compás acostumbrado y sus brazos cual mariposas cegadas flotaban y se extendían hacia delante, al igual que los malabarismos de su acto, cuando para asombro del publico, sacaba una muñeca o multitud de pañuelos de su túnica. Se adentró en la noche que sólo le ofrecía el sin regreso. Casi por rutina metió su mano en el bolsillo, tocó la carta con gesto oportuno y la sonrisa de mimo, llenó su cara. En la caja de Pandora todavía quedaba la esperanza.