viernes, 23 de mayo de 2008

Sala de espera



Afuera y a través del cristal de la sala de espera general de los consultorios del IPP, se veía la calle con su tráfico infernal, culpable de que me tomara una hora y media para llegar desde mi casa en La Tahona hasta la sede en Los Chaguaramos. Adentro del local, ya sentada frente a un televisor que permanecía encendido pero sin ningún volumen, casi para que tomaramos un curso express de lectura de labios, y con un libro en la mano me dispuse a leer a la espera de mi turno. Me distrajo la conversación de un par de señoras con cara de profesoras jubiladas, que por lo que oí tenían tiempo sin verse y la casualidad de ese encuentro les había avivado las ganas de hablar y de ponerse al día con los chismes de hace varios años. Me enteré así que una tal Rosita, (la pobre está tan mal), era la cantaleta repetitiva de una de ellas. Y así seguía enumerando los males de la fulana: que si el marido se le murió, que no le dejó nada, que si los hijos viven afuera toditos y la pobre (otra vez la compadecieron) está desolada y además cuenta sólo con su pensión. En vista que entre las penas ajenas y el tono algo chillón de una de las voces mi concentración para el libro “El último encuentro” de Sándor Márais , estaba a cada momento en franca caída, y todavía faltaba por lo menos media hora para que me atendieran, me fui a buscar agua y al regreso me cambié de sitio. Mi nuevo vecino de silla era un joven con aspecto de intelectual (si es que acaso los gruesos lentes, una barbita tipo candado y un maletín bastante usado puede dar ese aspecto). Sin mucho preámbulo me saludó (no lo conocía), pero igual respondí. Costumbre vieja de no quedarme con un saludo sin contestarlo y sin que nadie le preguntara nada me informa que está a la espera de su hija (¿) a quien la están evaluando para hacerle un tratamiento de endodoncia y por allí se extiende. Que él trabaja en la UCV, da clases en Humanidades (era correcta mi primera impresión) y que está divorciado; la mamá de la niña trabaja en una agencia de Publicidad y como ahora no estaba en Caracas, es que él se está ocupando de….. Y sigue…y .sigue. Menos mal que la niña salió en ese momento y la conversación o monologo que ya llevaba más de cinco minutos, se interrumpió con un hasta luego, mucho gusto en conocerla. Pero no fue por mucho tiempo que pude retomar mi libro. Un nuevo paciente toma asiento a mi lado. Dejo aquí constancia que había otros sitios desocupados, así que la elección seguramente fue porque (pienso yo) y esto si es especulación pura, que mi cara de atención a todas las conversaciones anteriores podía haber estimulado a que el nuevo compañero de silla se trasladara desde la última fila hasta donde yo me encontraba, quizás para que también alguien le prestara atención. Aquí viene otra sorpresa, el “nuevo vecino”, no lo era tanto, me confesó que tenía 78 años. Que estaba viviendo estos últimos cuatro años, como ha debido de vivir los 74 anteriores: sin preocupaciones, ni agites, leyendo, viajando y con la compañía de tres perros y un gato. Que no entiende eso que se llama soledad. Me dijo que nunca, ni siquiera cuando era el único que apagaba la luz de su casa para acostarse se sentía solo. Que hizo de toda su vida una carrera, (me dijo largo maratón) para conseguir cosas, bienes, luchar por los hijos, (ambos muertos ahora) y que era en este momento cuando se daba cuenta que todo eso no tenía ningún significado. Lo material no importaba, y los afectos lo habían abandonado. Si muriera en este instante estaría en paz, pero eso no era lo que quería. No se sentía ni viejo ni cansado de vivir. Pensaba que todavía había muchas cosas por hacer, pero cosas que le dieran sobre todo satisfacciones espirituales. Además tenía con él a Dios y su inmensa fe. Eso le bastaba. Despedía una serenidad que no era conformidad, ni resignación, sino sabiduría. Su lección de vida, con voz pausada, pero sin cansancio, se prolongó por varios minutos. Había tanto de verdad en esas cosas simples que decía, las mismas que quisiéramos aprender antes de que sea muy tarde.
Después de escucharlo me quedé muda y pensativa. No tuve más tiempo para contestarle, oí mi nombre, la enfermera de mi odontóloga me llamaba, era mi turno. Me levanté y en un gesto que me salió del alma, lo abracé y les juro que al posar mi boca en su mejilla para darle un beso, su cara se puso colorada y vi chispitas de alegría en sus ojos.