miércoles, 12 de marzo de 2008

Sin relación aparente


El hombre estaba inclinado sobre el escritorio, sus hombros caídos y el ligero cabeceo que a ratos mostraba, le hacían lucir cansado. Quería aprovechar las últimas luces del día que entraban por la ventana y escribía absorto y con premura sobre el teclado . Vestía una bata de seda verde, sobre una camisa blanca, sus pies descalzos descansaban sobre la mullida alfombra. A su lado, cercano a sus pantuflas de cuero algo desgastadas y colocados en una mesa auxiliar montones de notas y apuntes originales para su próximo libro, formaban un cuidado desorden.
Una sombra se reflejó en la pantalla. El Profesor alzó la cabeza un momento, pero no a tiempo para evitar el certero golpe que lo dejó sin sentido. No vio a su agresor, pero si pudo percibir su olor, era de jazmín y azahares. El Profesor se desplomó hacia un lado y su cuerpo quedó prisionero entre el escritorio y la silla de cuero negro. Una lámpara que callada de luces estaba a un costado, comenzó a velar al inmóvil, a quien la sangre que salía profusa de la herida, le manchó de inmediato hasta la camisa.
En la pantalla de la computadora dejaron de verse las líneas escritas.
Al rato el insistente repique del teléfono sólo encontraba respuesta en la oscuridad de toda la casa. Con intervalos se repetían las llamadas, sin que la mano que yacía a lo largo del cuerpo se alzara en movimiento salvador.
Para el Profesor Dimas Trejo había terminado todo, o al menos eso creyó quien lo golpeó.
Pasadas unas horas, el Profesor no supo cuantas, el sopor que lo había embargado cedió por momentos y con un máximo esfuerzo se arrastró para buscar ayuda, sin que alcanzara a ir más allá de un corto espacio, antes de quedar de nuevo inconsciente. El escaso ruido de la calle se oía lejano. Las luces de afuera ya estaban encendidas y el cedro que él mismo plantó, muy cerca de su ventana, hacía ahora de su acogedora sombra una mancha amarilla que se prolongaba hasta acariciar los cristales. Había una quietud de mal presagio.
La próxima noción que Dimas Trejo tuvo del tiempo se la dio la voz de una enfermera, cuando al despertar, le escuchó decir:
— Buenas tardes. — ¿Cómo se siente? — Ha estado inconsciente por dos días, creímos que no despertaría.

Nadie hubiera dudado que Magdalena Travieso, una alumna de la escuela de Letras, con una inteligencia vivaz y una determinación obsesiva de lo que quería conseguir, no pudiera obtener lo que se proponía. Sólo al fijarse en el opaco reflejo de sus verdes pupilas siempre en ebullición, se hubiera podido intuir que esa determinación era un hervidero de decididos pensamientos que la harían ir demasiado lejos. Estaba por presentar su tesis doctoral y para ello se había preparado desde hacía casi un año, pero no acababa de poder estructurar bien todos los planteamientos que la condujeran a hacer un trabajo original e interesante, que mereciera al menos ser aprobado y el tiempo estaba por concluir. Su relación amorosa con Javier Trejo, su Profesor de Literatura, casado y para más señas, hijo del Decano de la Facultad, la habían desviado de sus estudios, sin contar con que veía venir muy cercano el escándalo que se armaría por culpa de esos amores. El Consejo de la Facultad debía de reunirse en pocos días, para discutir la conducta inapropiada del Profesor infiel y la de ella, su amante. De seguro eso concluiría en su expulsión y por supuesto en no lograr la culminación de su carrera.

El Profesor Dimas Trejo se atrevió a preguntar a la enfermera.
— ¿Que hora es? —¿Quien me trajo hasta aquí?. No recuerdo nada de lo sucedido.
— Son las 12 del mediodía— Creo que su hijo y un vecino lo trajeron—contestó— y agrega de inmediato
— Afuera espera su hijo, le diré que pase.
Magdalena Travieso ordenó con cuidado las notas y citas que tenía sobre su mesa, las puso en limpio y en pocas horas completó los capítulos que le faltaban y daban consistencia a su tesis. Era extraordinario el material del cual ahora disponía y que significaba un ahorro de cientos de horas de investigación y estudio. Miró su reloj que marcaba las 12 del mediodía y se dijo:
—Aún estoy a tiempo.
Luego guardó todo en su maletín para llevarlo a copiar y encuadernar. Tenía sólo hasta las 2 de la tarde para presentar su tesis final en la Escuela. El pensar que debido a la ausencia del Decano se había suspendido en forma indefinida la reunión del Consejo de Facultad, puso un destello de triunfo en su mirada. Por los momentos estaba segura y confiada. Era todo lo que necesitaba.

Antes de salir de la casa, rodear el espacio que la separaba del jardín vecino y pasar bajo la sombra acogedora de un cedro, se perfumó con jazmín y azahares, su colonia favorita. Nada en su comportamiento recordó el seco sonido de un certero golpe, ni el desplome de un cuerpo anciano.