miércoles, 16 de septiembre de 2009

Súplica oída


El día para el cabo Celenio Urdaneta había comenzado cuando aún el sol no despuntaba. Para ascender y poder formar parte del nuevo cuerpo élite de la Policía Nacional tenía que cumplir un agotador entrenamiento que duraría seis meses. Apenas estaba en la primera semana y el cuerpo de 37 años del Cabo resentía las largas jornadas a pleno sol con una temperatura que en muchas ocasiones eran superiores a los 40 C. Su esposa Eunice lo había alentado a inscribirse en el programa, ya que era la única forma de que mejoraran su condición económica, pero muy dentro de sí, él ya estaba arrepentido de su decisión.
La marcha seguía, los brazos no podían acoplarse a las piernas tensas, la respiración se le hacía cada vez y con cada paso más agitada. El sudor comenzó a cambiar su cara morena y le daba el aspecto del lodo húmedo, como un aviso de que la excesiva sudoración amenazaba con deshidratarlo.
Oía el redoble del paso firme de los otros compañeros sobre el pavimento y al Cabo le parecía que eran las pisadas de una manada de paquidermos que se hubiesen escapado y vinieran a arrollarlo. Su corazón le latía con tanta fuerza que supuso, por el dolor que experimentaba, que uno de la manada lo había alcanzado y hecho su presa. Trató de tomar una bocanada mayor de aire para compensar la falta que sentía y alzó su mirada al cielo. Un manto de nubes negras se veían a lo lejos, por los lados de Petare. Con el poco aliento que le quedaba hizo una súplica para que se desatara una tormenta y todo terminara.
Mientras el uniforme de Celenio se empapaba de sudor y él miraba al cielo, un temblor frío lo tambaleó por momentos y no vio una piedra que estaba en el camino. El Cabo se desplomó y cayó sobre su cara. Lo último que oyó antes de perder el sentido, fueron las palabras de su Sargento Mayor:
—Levántese flojo marica o dormirá para siempre en el calabozo de castigo.
La tormenta se desató en forma de lágrimas cuando la noticia llegó hasta Eunice.

Caracas y la soledad

Miradas del norte al sur

La cobija verde que ocupa el norte de la ciudad a medida que se aleja de mis ojos pareciera que además de distante, no me perteneciera. Está allí para recordarme al mirarla de frente, como punto cardinal que es, que lo que está detrás de mi es un sur bordado por espacios que parecen islas. Las ha formado el río, que no sólo divide a la ciudad, sino que la hace vulnerable en tiempos de lluvia, como reclamando ese espacio que cada día le quitamos.
Esa falda extendida como un haz que traza caminos hasta el río, al llegar allí no sabe donde ir. Busca un escape en los pocos puentes que logran darle la mano al otro lado. Es la montaña amiga que necesita un paso para recuperar el perfume que alguna vez debió de tener el río, con sus riberas sembradas de juncos y bambuquillos haciendo fiesta con las hojas secas. y que ahora se presenta deslucido y pestilente.
La pared de bosques, fauna y flora que me mira desde su altura, también hace de muralla e impide que la ciudad se desarrolle a lo ancho del valle. Es la excusa para buscar la cercanía a las nubes, en un afán por no perder el dialogo con ese cielo del cual se cree su semejante.
Otras veces ese mismo amparo de la imponente montaña se vuelve furia y lodo. Las laderas dejan caer lágrimas como rocas que lo arrastran todo y reclaman la invasión de sus canales. En esos momentos se rompen las quimeras de que el gran escudo o pulmón verde es vida para la ciudad y el lenguaje que ella habla de desolación .
Caracas de norte a sur patenta con sello propio la incomunicación. Es como si se rompiera el diálogo de la montaña con la parte de la ciudad que está al otro lado del río. Se quedan cortas las palabras para que nuestra capital sea siempre amigable y sus brazos formen cientos de cruces con la serpiente líquida que la parte en dos.

En el ojo de la ciudad.

El tráfico está detenido, unas chispas comienzan a mojar mi parabrisas y entre gotas veo a una pareja que ajena a lo que sucede a su alrededor, se besa con pasión. Desde mi refugio, que es en estos momentos mi automóvil, veo que son dos jóvenes sentados en un banco, muy cerca desde donde alguna vez la estatua de Cristóbal Colon señalaba hacia el nacimiento de un nuevo mundo.
Ella no tendrá más de dieciséis años, él unos pocos más; pero lo que me asombra con cierta envidia, es la capacidad de aislarse, de vivir su fantasía como si estuviesen en una isla desierta y no cerca del eje vial más concurrido y traficado de esa confluencia que forman los accesos a la autopista del este y a la Universidad Central de Venezuela.
La realidad es que Caracas nos arropa de una manera diferente a cada uno. Unos la viven sin prisa, ajenos al tumulto, inconscientes de la fragilidad de esa calma. Yo, en contraste, me enfrento desde un encierro voluntario dentro del automóvil, cercana sólo a la música que oigo desde el reproductor de CD. Obligada observadora desde el mínimo visor que me dan los vidrios delanteros, los únicos sin cubierta de papel que me aísla de miradas externas.

Camino al lejano oeste

Voy manejando en un estado de atención máxima, con rumbo al extremo oeste de la ciudad. He salido de mi habitual entorno en el sureste y pretendo llegar a tiempo (a la 9 A.m.) hasta la Universidad Católica Andrés Bello para asistir al acto de graduación de mi hija. No conozco bien esas zonas y temo perderme. La última vez que recorrí ese mismo camino por un compromiso similar fue hace casi 30 años. Las cosas de seguro han cambiado.
Mi viaje comenzó desde temprano, ya que no es fácil viniendo del sureste evadir el tráfico mañanero. Un golpe seco me distrae de mis cavilaciones. Vuelvo la cabeza hacia donde el ruido ha perturbado el incesante corneteo de las siete de la mañana y descubro con ira, que un jinete sobre un motor japonés me ha doblado el espejo retrovisor del lado derecho. No me da ni tiempo de pensar en discutir el daño; un enjambre similar aprovecha el espacio libre y se cuela por donde mismo huyó el agresor, como una bandada de cuervos de distintos colores, que rugen sus máquinas como si tantearan al suicidio. A la fuerza cualquier vestigio de ira se troca en impotencia y resignación.
Me concentro en reconocer el paisaje, con la sinuosa corriente que trae las miserias desde más atrás, siempre a mi izquierda, dividiendo el camino que separa el mismo mundo de edificios altos llenos de ropa tendida en sus balcones, como banderas que pregonaran libertad, a pesar del encierro en esos espacios. Veo que a mi frente en los cerros menos altos que nuestro Ávila, se abrazan el zinc con las paredes sin frisar como amigos en las desdichas . A través de cientos de cables y antenas de TV, distingo entre las lenguas de basura algunas escaleras, como laberintos sin un hilo de Ariadna, dónde en cualquier recodo la sorpresa tendrá la forma de un arma.
Sigo dentro de mi pequeño mundo cerrado, con el aire acondicionado puesto al límite, con la única compañia de mi sombra encerrada junto a los censores puestos en alerta permanente y confirmo que el calor de afuera no es el enemigo, sino el posible provocador que surge de improviso. Que es él la razón por la cual, por temor a bajar el vidrio, prescindo de las ganas de solidarizarme con el malabarista ocasional o con el indigente de la mirada perdida entre el ocio y el hambre. Llego al fin a mi destino y reconozco que el viaje me conectó con una parte de mi ciudad que me era completamente ajena.

La esperanza en el contraste

Caracas ha dejado de ser la madre protectora bajo cuyas faldas floreadas con campin melao, mirábamos bajar desde El Ávila la neblina al atardecer y la temperatura comenzaba a hacerse más fresca, como caricias de enamorados.
Ahora estamos ante una insalvable lejanía de todas las cosas gratas que ya no volverán y que hacen de este valle un calvario con más estaciones que la línea uno del metro. Dónde en las caídas será difícil que te encuentres al Cirineo salvador.
Como contrapeso a ese calvario existe la ciudad que se ríe de sí misma, que habla por celular a toda hora y en cualquier lugar; que irrespeta la puntualidad porque se dice informal, sin que por ello parezca antipática. Que abraza, apenas conoce alguien, con ademán de un beso en la mejilla; la que habla en las colas con el desconocido que está adelante sin el ánimo alterado por la espera y hasta se atreve, aunque cada día menos, a darles su nombre y demás señas.
Existe la ciudad que hace de todo un chiste para ignorar que al menor descuido te pueden devorar; la que se abandona a la frivolidad y juega a lo sociable para ocultar la derrota de su propio encierro. La que camina en manada en el metro y tropieza sin dar una disculpa, aunque nadie parece pedirla.
La ciudad nos atrapa en su aire y gentilicio formado al calor de muchas etnias y culturas y hace impensable resistirnos a su trucada magia. Vivimos en el gran sombrero de copa y ya pocas cosas nos dejan sorprendidos.

De vuelta a casa.

Se ha hecho de noche y ha vuelto a llover. Emprendo el regreso y esta vez no veo a parejas de amantes cerca; sólo las luces agresivas de unos pocos automóviles iluminan la autopista que se extiende negra y húmeda como una lengua que quisiera devorarme. Se dispersan con prisa como soldados de un ejército vencido, con la esperanza de que la noche les traiga el armisticio de las sombras y el descanso reparador que los aliente para la nueva jornada.
El día ha sido largo y sin embargo yo siento que en Caracas la soledad no tiene más historia que la personal que cada quien lleva. Me rebelo al pensar que pasemos de abiertos y francos , a ser obligados solitarios.
Caracas está aquí cercana a todos, llena de luz para que a cada quien se le revele o la descubra a su manera y así marque con su propio paso como quiere vivir el día a día.
Miro al frente, la cobija verde se ha vuelto negra y como velo de viuda esconde la tristeza al comprobar que aún a la ciudad dormida la domina el miedo.
La foto : El Ávila oleo por Raul Moleiro ( 1.982)