lunes, 9 de agosto de 2010

Botero y yo


El tema de la belleza no se agota, cualquier consideración acerca de ella sólo abre los caminos al debate. Por otra parte la subjetividad de la belleza no necesita comprobación. Es una verdad que debemos aceptar, así como admitimos que la tierra gira sobre sí misma y alrededor del sol, sin que con esa conformidad debamos de explicar enseguida las razones de tal postulado.
Es así como el creador de un objeto artístico, sea pintura, escultura o cualquiera otra manifestación del arte ejerce su plena soberanía al crearla, sin esperar el cuestionamiento de los posibles admiradores o detractores de ella. El artista no espera convencer a nadie con su creación, le basta con la satisfacción de verla terminada, de saberse un creador, y sólo apuesta a que la misma sea al menos perdurable o trascendente.
El ser humano como destinatario de la obra creativa, está siempre sujeto a su condición subjetiva de considerar, según su criterio y apreciación, si algo es o no hermoso. Con ello busca confrontar la creación artística con lo qué ella expresa y cómo lo expresa. Un antagonismo sin razón, ya que el acto mismo de la creación enciende de por sí las luces para la comprensión del objeto creado, más allá de lo que los ojos del observador capten en la obra. Hay detrás de ella una esencia que es dada por el autor, su soplo creador.
Todas estas reflexiones y consideraciones formaban un torbellino un mi cabeza, pero al entrar al Museo Fernando Botero, ubicado en la ciudad de Bogotá, ellas tomaron un rumbo de placidez ante unas obras que rompían con lo que hasta no hace mucho parecía regir los cánones de lo que las formas de la figura humana podrían ser consideradas clásicas de la belleza.
Si bien es cierto que ya en la pintura renacentista las estilizadas vírgenes de Boticcelli, contrastaban con las figuras rellenas de Rubens, las alargadas formas de Modigliani, o las deformes y casi esqueléticas de El Greco; para la época moderna no se había presentado una obra tan extensa y variada que siguiera el patrón de la redondez como forma estética, en cualquiera que fuera el objeto pintado, dibujado o esculpido.
A la entrada del Museo nos recibe una enorme mano que ya deja claro que estamos ante un concepto de belleza que no admite comparación. En las sucesivas salas aparecen dibujados o esculpidos mujeres, hombres, caballos, gatos, otros animales, objetos. Todos ellos bajo el reino de la redondez, la exageración en la búsqueda de las curvas, una sinfonía cantada desde lo profundo con la severidad de un réquiem para todo lo que se asemeje a lo estilizado.
Al entrar a una de las salas mi complacencia se volvió gozo rayando en locura. Allí estaba ella, la versión particular y genial de Botero de la Maja desnuda, con su enorme vientre que exhibe sin pudor la grasa acumulada, sus senos que forman dos paréntesis, divididos por una línea, como si se hubiere trazado una enorme B acostada. La cadera sinuosa como una montaña que se negara a dejar emerger el sexo apenas insinuado, como una mancha al descuido. Las naranjas, muy redondas al lado de la maja. Ella recostada a lo ancho de la cama que luce un copete capitoneado, y con la media sonrisa que parece pensar en si las come o no.
La vista y apreciación de la genial obra rompió todos los paradigmas negativos que podía albergar contra la no belleza de la obesidad y la gordura. Mirar esas curvas desparramadas sin que se perdiera el sentido estético, me llevó a pensar que había una total independencia entre lo que para unos es bello y la obra creada. Nadie en su sano juicio podría negar que la panorámica de aquellas carnes expuestas en toda su inmensidad, no conformaran un regalo para el buen gusto, sin perjuicio de lo antípoda que puede significar cambiar el modelo de belleza ideal.
A la sensibilidad creadora de Botero se le concede además un valor agregado, por lo que significó trastocar unos valores que se creían universales, y darles un giro, para crear esto que luce revolucionario por lo nuevo, original y con sello propio.
En lo personal me hinché de orgullo. Ya no había que apelar a la frase manida y trillada de belleza interior para sentirme satisfecha con la figura propia, ahora tenía el aval visible y confiable de toda la obra admirada, respetada y trascendente de Fernando Botero.
Atrás quedaron las discípulas de Osmel, en su loca carrera por una corona comiendo sólo atún y lechuga. En menos de una hora, este colombiano universal me dio el pasaporte a la felicidad. Ya no es cuestión de resignarse a una situación, que si bien se puede cambiar, necesita del sacrificio y la constancia, que la temporalidad de la vida nos lleva a pensar a veces, que carece del mérito para emprender el nuevo rumbo.
Al salir de allí como quien abandona el templo en el cual ha expiado los pecados, una puerta de cristal me devolvió el reflejo de mi imagen y un solo pensamiento cruzó por mi mente: Gracias Botero.