sábado, 6 de noviembre de 2010

MIERCOLES SANTO O EN BÚSQUEDA DE LA PERTENENCIA


El limonero del Señor

Un aguacero de plegarias
asordó la Puerta Mayor
y el Nazareno de San Pablo
salió otra vez en procesión.
Andrés Eloy Blanco

MIERCOLES SANTO
O
EN BÚSQUEDA DE LA PERTENENCIA

Nacer y vivir en una ciudad no determina que pertenezcamos a ella. Se necesita mucho más, hay que experimentarla, recorrerla con el afán de hacerla nuestra. Conocer sus historias, sus creencias, tradiciones, formar parte de ellas.
Quien pretenda que su ciudad sea parte de él, y le pertenezca por completo, también debe saber acomodarse y circunscribirse de tal manera a ella, que pueda padecer sus carencias con el ánimo suficiente para hasta permitirse gozar con ellas. Hacer de sus enfermedades, motivo y razón para desear su perfección. Amarla aún con sus vicios soterrados envueltos en desidia o progreso.
La religión está íntimamente ligada a cada ciudad a través de sus monumentos, Iglesias, conmemoraciones, fiestas patronales e incluso sus ritos con tradición pagana. De igual manera las celebraciones de los días patrios dan un sello personal a cada ciudad y la distinguen aún dentro de un mismo país.
Para encontrar dentro del ámbito de nuestra Caracas un giro espiritual que nos lleve a experimentar una reflexión que nos marque y nos ate a ella íntimamente, hay que hacer ejercicios de misticismo, vestirse con la piel de un monje tibetano y apartar del entorno de nuestros ojos las miserias y violencias de cada día. No es fácil.
Prefiero recurrir a las catacumbas de mi memoria y rescatar de allí la experiencia vivida en los años de mi infancia en la Basílica de Santa Teresa, ubicada a escasas tres cuadras de lo que fue mi casa hogar durante los primeros once años de mi vida. No se trata de volver en busca del paraíso perdido, sino de conectarse con las huellas de ese algo que nos permita apartarnos del sonambulismo cotidiano.
La Basílica, con su doble fachada, una dedicada a Santa Ana y la otra a quien le da su nombre, alberga en su interior desde la época de la Caracas provinciana a la venerada imagen del Nazareno de San Pablo. El santuario representa una tradición unida a Caracas que aún hoy se repite con fervor.
En la última Semana Santa volví sobre los olvidados pasos y el Miércoles Santo fui partícipe, tal como me era obligatorio en aquellos años, a la renovación de fe que allí se celebra.
Un Nazareno que estrenaba ropaje de pana bordado en hilos de oro, lucía festivo por el brillo y color que le daban más de 5000 orquídeas colocadas en forma de arco a sus espaldas y como lecho amoroso a su figura de pino moreno.Su rostro, transido por el dolor de una corona de espinas y la pesada cruz que reposa en su hombro izquierdo, me renovó en su contemplación, esa fuerza espiritual pérdida durante los años que preferí remontar olas o viajar a otras ciudades que me ofrecieran el descanso del caos citadino.
Las luces del altar mayor, anfitrión que distinguía a su huésped de la capilla lateral durante el resto del año, no empañaban a las cientos de velas capaces de derretir la indiferencia de los devotos durante los 364 días restantes. Días en los cuales cada quien se vuelca en su mundo exterior de lucha y trabajo sin dejar espacio para oír la voz de la reflexión entrañable. Ese lugar dónde aun anida la fe y la creencia de que podemos y debemos ser mejores seres.
Pese a que es sólo una imagen, madera tallada por un artista que recibió el soplo divino en el momento de su creación,( debido a la perfección con la que está ejecutada); para los creyentes presentes simboliza la promesa de redención y expiación de los pecados. Su veneración conlleva el camino cierto para obtener favores y alcanzar perdón. Parece no importar qué hiciste antes o qué hagas después de estar allí. En ese momento la misericordia te baña y no te dejará caer. No hace falta sino el Cirineo de tu fe.
Ese rito litúrgico le da carácter propio a nuestra ciudad; marca un paréntesis que lleva al éxtasis al piadoso y lo aísla del dolor. Miles se visten con ropajes morados, caminan en procesión o llegan de rodillas con tal de vivir, aunque sea de lejos, la experiencia de ver la milagrosa talla y recibir el gozo de la renovación espiritual. Ello nos da licencia para perdonar el fanatismo ciego que confunde el rito, o el festejo con la carga de truco comercial en ese día especial.
La presencia de buhoneros con sus pacas de velas, inciensos foráneos, estampitas con oraciones entre las que se cuelan las dedicadas a María Lionza y al negro Miguel, no le restan la carga emotiva y simbólica que la procesión lleva tatuada durante más de 200 años.
Di una vuelta de tuerca a mi memoria y me vi con 7 años, vestida por única vez con el hábito morado, (un poco sin saber por qué), pagando la promesa hecha por mi madre al yo superar una doble pulmonía. Los milagros ocurren.
Hoy estoy aquí y con fe les doy mi testimonio y compromiso de que con esa vuelta a escarbar dentro de una tradición arraigada y (de la cual he formado parte), puedo concluir que Caracas sí me pertenece. Y yo pertenezco a ella. Ya no tengo por qué dudarlo.