sábado, 14 de noviembre de 2009

Viaje por País Portátil



Han pasado más de 24 años del cambalache de mis libros, entre los que estaba aquella primera edición, por una sentencia de divorcio, y más de 40 de su primera publicación. La ciudad protagonista, esa Caracas que era fácil reconocer en las imágenes y los apuntes de las esquinas y avenidas, en sus sitios emblemáticos, en el nombre de los carteles y vitrinas, en las tiendas ya desaparecidas como Sears y El Almacén Americano, se ha alterado y pasado a ser de la vedette protagonista a la ciudad víctima.
La ciudad se contagió con el miedo que Andrés Barazarte trajo por una tarde y media entre sus piernas y se volvió presa recelosa, aprensiva. La atacó el mal de amores y abandono de Ernestina y ya no es ni la caricatura de la urbe esperanza para los que venían, no sólo del medio provinciano, sino de más allá de los mares. Se le escurrió la savia del progreso por los canales de la improvisación y el desdén. Se le volvió el cuerpo áspero como caparazón de morrocoy o como Hortensia se quedó prendido y tieso en algún sello de correos o en el gastado slogan que la alababa como la sucursal del cielo. Ya no se percibe el olor a mandarina que traía Delia cuando se acercaba, tan firme en sus ideas, centrada en lo que quería, segura de lo que estaba haciendo.
Ahora nos invade la dispersión y nos resignamos ante la inminente tragedia. La indiferencia nos ha postrado y hecho sus vasallos. Hay miles de Angélica sin voluntad de lucha, contra unos pocos, casualmente jóvenes e idealistas, que aún pretenden, aunque no puedan, dar batallas. A diario se apuesta a la sombra de la ilusión. Se pelea sabiendo que el oponente tiene plomo en los guantes.
La guerrilla y terrorismo urbano ha sido suplantado por una optimizada violencia aún más peligrosa y carente de ideales, (si es que aquella alguna vez los tuvo). Ahora son bandas armadas que se han repartido la ciudad y obedecen a la ley del revolver asegurados por la impunidad.
La fogosidad juvenil se ha alterado para generar el sicariato y los sitios más cercanos a nuestras fronteras, son ahora la guarida o escondite protector para los irregulares armados del país vecino, con total anuencia de parte del gobierno.
La provincia que conoció de las pequeñas guerras civiles entre liberales y godos, retratados en los recuerdos del abuelo de Andrés, ahora las ha trasmutado y vive las escaramuzas de las invasiones aupadas por las autoridades, que le dan el visto bueno mediante decretos firmados con la complicidad de una supuesta representación del pueblo.
Hay una mutación de valores y consignas, pero la barbarie sigue tiñendo de rojo la tierra. La humedad en los rostros no alcanza para regar y hacer fértil a la tierra abandonada.
Los desmanes de la mano militar que tanto nos azotó durante los últimos años de siglo XIX y la primera parte del siglo XX, pinceladas en la memoria del abuelo, que formaron la historia de los Barazarte, sólo ha cambiado de nombres y buscado el aval con la burla del sufragio amañado.
El Guaire, nuestro testigo siempre presente, sigue trayendo como bien lo decía Andrés, su carga de excrementos, miseria líquida que todavía ningún gobierno, ni los de antes ni los de ahora, consiguen revertir. Sólo que al presente el resoplido de una ciudad que ha crecido más allá de lo estrecho que el valle lo permitía, se escucha con fuerza atronadora y es posible que en un corto plazo nos devore como un dragón acorralado, con el poder y el coraje de quien no tiene nada que perder.
Terminé mi viaje por País Portátil, es decir su relectura con la amargura y seguridad de que lo planteado allí, seguirá teniendo un acento de vigencia en esta ciudad desmerecida, en este país desprotegido. De que la invasión benefactora de los provincianos del mundo, que se narraba en la obra, sigue pero con el disfraz de una ayuda en salud, deportes o tecnología, sólo que ahora provienen de las tiranías; no sólo las vecinas caribeñas, sino las que existen a miles de kilómetros, y que se nos hacen cercanas por la sola voluntad de un único hombre. Cambiamos la vieja y tramposa Guipuzcoana, por el comercio en desventaja con el socio alcahuete, que se aprovecha del delirio de un poseso.
Nada ha cambiado en la esencia, solo se ha mutado para convertirse en algo más desgarrador: la conciencia de que seguimos siendo un país para llevarlo no en un maletín, sino en las únicas manos de quienes por su incapacidad y afán autoritario nos conducen al naufragio y a tiempos que se creían superados.
Y me viene a la memoria la canción de Rubén Blades
Se vende un país portátil/ con su autoestima en el suelo
Con un enorme complejo/ que lo hace antinacional
Es un lugar sin memoria/ donde ya nada sorprende
Ni ver crimen indultado/ o a un charlatán presidente.

Tejer con los recuerdos


El sábado fue día de limpieza de cachivaches. Esa es una tarea que odio hacer. No solo por lo engorroso, sino porque confieso que me cuesta botar las cosas viejas. Me encuentro de primera en la lista de la que acumula peroles, recuerdos, estampitas, tarjetas de bautizo, de invitación a bodas y cuanto papel creo que sirva para aferrarme a mis recuerdos.
No es tarea fácil desprenderse de la memoria convertida en tan diversos y disímiles surcos. Cada uno me hunde en momentos y al fin de cuentas ¿Qué somos sin nuestro pasado?
No esperaba encontrarme con ella, grande, inútil en este época. Había olvidado incluso que en algún rincón de mi enorme maletero de 25m2, del cual todavía me asombra su tamaño, estaba ella. Su aspecto no es que fuera imponente. Aún con el tiempo transcurrido, en el cual perdemos muchas veces la perspectiva de los tamaños, ella luce menos que otras. La verdad es que nunca fue de las mejores o más alta tecnología, pero a mi me funcionaba. Tampoco era la más eficiente. Tenía algunos defectos que me sacaban de quicio, pero la necesidad era mucha, no había otra opción mejor y la seguía usando.
Mi nieta Victoria con sólo 9 años no había visto nunca una. Explicarle que “eso” que estaba allí hacía las mismas funciones que su teclado, pero que a diferencia de él, no había margen para borrar sin que quedaran enormes huellas, como pisadas de elefante en la hoja de papel, no fue fácil. Ella nació con la tecnología incorporada, digamos que casi en el ADN y su único comentario fue ¡Qué fastidio…¡ pero dicho con otras palabras, ( a pesar de la prohibición del uso de ciertas expresiones). Pero es verdad, era una completa ladilla.
Recuerdo que ésta en especial, ya que tuve varias, montaba las “R” y no había forma de marcar una “Y”, sin que tuviera que repasar dos veces la misma tecla, con lo que eso significaba el tener que retroceder el carro, para hacer la operación. Reconozco que esto activaba mi imaginación. Trataba de no escribir nada que estuviera unido por la conjunción copulativa, evitaba como a una gripe, todas las palabras que la tuvieran. Así que, del verbo haber el “haya” estaba execrado; los mayas, rayas, sayas, atalayas, boyas, vaya, debían ser sustituidos por primitivos habitantes de la región mexicana con cultura y conocimientos avanzados, y de igual manera seguir con líneas, vestidos, miradores, demarcadores marinos, diríjase, y toda esa parafernalia ,aunque su significado no fuera exactamente el mismo que la palabra que estaba vetada o tuviera que escribir de más.
Pero allí estaba ella mirándome desde su estuche verde oliva, rígido como caja mortuoria, todo empolvado, con rastros de varias batallas y mudanzas. Había sobrevivido creo que por más de cuarenta años y al verla mi corazón se encogió, se hizo papilla, y caí en lo que yo temía: la paralización muscular que me impidió alzar mis brazos, tomar mi vieja máquina de escribir y botarla a la basura para siempre, con otros cachivaches. No me sentí capaz. Fui cobarde; total todavía tengo espacio en mi enormeeeeeee maletero para un recuerdo del pasado y para animarme me dije: ¡Quien quita ¡ que a lo mejor tenga un valor como objeto de museo dentro de pocos años.
Hasta luego mi vieja Rémington, hasta la próxima limpieza. Eso si, no te garantizo nada, si es otro(a) quien la hace. No todos son tan débiles como yo, o se aferran a cualquier hilo para no dejar de tejer sus recuerdos.