jueves, 8 de julio de 2010

La marea del olvido


La memoria se me antoja floja e imperfecta. Basta con que no recordemos unos detalles para que adornemos con banalidades o fantasía lo que hemos olvidado. Otras veces ponemos en nuestra memoria virtudes de las que carecen nuestros recuerdos y con ellos creamos irrealidades que se acercan más a un sueño de lo que quisiéramos hubiera sido lo vivido. La carencia de un recuerdo nos lleva a imaginarnos, con la dulzura de la compasión para nosotros mismos, que lo olvidado existió pero de una manera idealizada.
Desde hace cerca de siete años no había regresado a lo que fue mi sitio de trabajo durante una década. Para mí era habitual llegar desde de las nueve de la mañana y permanecer hasta bien entrada la tarde en los predios de Parque Central. Disponía de una ofician amplia en el edificio Mohedano con vista al patio interno que separan parte de las inmensas torres y todo lo que pudiera necesitar estaba a mi alcance. Para aquella época tenían allí su sede cerca de 10 bancos, oficina de correos, suficientes restaurantes como para disfrutar una oferta gastronómica que ya envidiaría cualquier boulevard o centro comercial. Servicios de farmacia, tiendas, peluquerías, panaderías, mercados, lavado de alfombras, tipografías, cines, librerías, tiendas de arte y el maravilloso Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber. Sentía que todo estaba cerca, sin el temor a la lluvia o a necesitar tomar algún medio de transporte para encontrar lo que buscaba.
El impacto que sufrí en este obligado paseo al caminar por sus pasillos no podía estar traicionando mi memoria. De todo lo que yo recordaba como grato, sólo quedaba la conciencia de que no podían ser ilusiones o producto de un olvido. Fue un reencuentro sombrío que me provocó nauseas. La desidia me golpeó con un sonoro latigazo, tal como lo haría un jinete en una final de carrera.
Volví la mirada para hacer un examen en mis recuerdos, me vestí con el traje de la incredulidad para encontrar en algún resquicio algo que se pareciera a lo que para mi todavía tenía el aura de un sitio placentero, dónde trabajé, disfruté, hice amigos y hasta encontré el amor. ¿Dónde estaba todo aquello que me daba ánimos para el trabajo diario? ¿Qué se hicieron los personajes habituales que le daban colorido y calor humano a los pasillos? La vendedora de helados siempre sonriente; el de loterías asegurándonos que la suerte estaba para quien la buscara. Ahora todos ausentes.
Un escenario vacío después de una función no se compara a la impresión que me dieron los locales cerrados, la falta de vida que se observa en esos espacios, antes pletóricos de gente, de negocios, de prosperidad. El monstruo arquitectónico por lo descomunal de sus torres, por la población que allí aun vive, por la que trabaja en las olvidadas oficinas públicas sin aire acondicionado, que convive con los restos de una torre que permanece erguida pero deshecha en sus entrañas, está herido de muerte. El coloso que sentía por todos sus poros vive ahora en una perpetua vigilia. No es mi memoria, que aunque cada día se dobla como un junco, la que ha idealizado un sitio y ahora vuelve y lo desdobla para hallar que la tela está corroída.
¿Cómo nos enfrentamos de nuevo a lo que alguna vez fue lo acostumbradamente grato?
¿Cómo evitar el dolor por lo que parece irremisiblemente perdido?
Muchas cosas regresan a nuestras vidas, experiencias, emociones, vivencias. Lo que nunca sabremos con exactitud es cómo volverán. La certeza de esa ignorancia no deja espacio sino para la melancolía.
Mis recuerdos cotidianos de Parque Central ya no me pertenecen, franquearon el terreno de lo inverosímil y ya forman parte de un pasado que me parece ajeno. Ahora hay en su lugar un interior vacio revestido de horror. Un viaje al desaliento en un tren sin paradas, donde lo inmediato fue huir y pasar página.
La razón me dicta que lo que para mí alguna vez fue lo habitual quedó condenado y enmudecido para siempre.