lunes, 11 de agosto de 2008

Vuelo 740


Me esperaban más de nueve horas de vuelo para regresar desde Lisboa a Caracas. La larga fila me hizo sospechar que el vuelo estaba lleno o en el peor de los casos sobre vendido y amenazaba con arruinar el grato sabor de mi estadía en la propiedad de mis abuelos, muy cercana a Estoril. Era época de regreso vacacional y las hordas de portugueses y turistas de muchas partes colmaban el aeropuerto de Portela de Sacavem.
Al llegar ante la taquilla para la entrega del boleto, pasaporte y mi maleta, tuve la primera y esta vez agradable sorpresa, cuando el joven que atendía después de mirar las muchas hojas del pasaporte llenas de entradas y salidas, de comprobar que viajaba sola, decidiera cambiarme a primera clase. El sólo pensar que recibiría un trato algo más especial (sin haberlo pagado), durante el largo vuelo me hizo olvidar la prolongada espera y sonreír.
Ya con mi bording pass en la mano, con su sello especial de Primera clase, me fui al kiosco cercano a comprar una revista antes de pasar la aduana. Allí me encontré a una pareja venezolana y entablamos una pequeña charla. Estaban de regreso de su viaje aniversario de cincuenta años de casados. No podía aún sospechar que el hombre setentón, a quien la dama le decía con cariño "viejito", y que lucía unas profundas ojeras azules, me daría la segunda sorpresa. Ya dentro del avión, después de un embarque demorado por tres horas, resultaron ser mis vecinos sentados al otro lado del pasillo.
El vuelo se desarrollaba con normalidad, el brindis con champagne, tradicional obsequio a los de primera clase, me animó a emprender una fluida conversación con mi más inmediato compañero de asiento: un afamado cardiólogo, quien regresaba de un Congreso celebrado en Lisboa. No imaginé en ese momento que oportuna podía ser su presencia.
Después de terminada la cena y antes de apagar las luces para pasar la película “Muerte en Venecia”, me dirigía al baño cuando un grito sostenido, pero en tono muy bajo, me obligó a volverme hacia el asiento de la pareja vecina. La señora esposa de “viejito”, le tomaba la cara y le decía: "Que te pasa, despierta, háblame”.
Me acerqué y vi como todo él estaba completamente azul violáceo. Sus párpados parecían contener dos balones, de lo brotados que estaban. Por la boca entreabierta una saliva viscosa corría y ya manchaba su bien cortada camisa. La esposa a punto de un colapso ya amenazaba con pedir que detuvieran el vuelo, como si se pudiera bajar del avión y tomar el próximo que pasara.
Lo que siguió después fue una completa confusión. Al quedar sin respuesta las preguntas hechas a su”viejito”, la señora comienza a sospechar lo peor. Sus gritos se hacen más fuertes; desencadenan en sollozos, golpes al pecho y ruegos a Dios porque no fuera cierto todo lo terrible que ella pensaba había pasado.
Como buen discípulo de Hipócrates el cardiólogo se levanta y toma el control de la situación. Se acerca, aparta a la señora y con un estetoscopio, que sacó no sé de donde (me imagino que del maletín Louis Vuitton a su lado), lo ausculta y da el terrible, pero previsto diagnóstico: El pasajero del asiento 4B había muerto.
Con seguridad, como alguien a quien la muerte saluda a diario, el médico cubre el rostro de “viejito” con la cobija que lleva las iniciales de la aerolínea y da unas palabras de consuelo, a la ahora viuda.
Al rato sentimos un giro de vuelta del avión y media hora más tarde nos encontramos aterrizando en el aeropuerto de Saö Miguel en Las Azores. Nuestro vuelo 740 continuaría muy entrada la madrugada hacia Caracas, con dos pasajeros menos y la certeza que la vida es un vuelo ligero del que no sabemos a ciencia cierta cuál es su puerto de llegada.