miércoles, 25 de marzo de 2009

Sin memoria de elefante


Por los últimos años de la década de los 40 y los recién llegados 50, la construcción surgía de una forma acelerada en lo que se llama el eje mismo, la columna vertebral: el centro de la ciudad. Caracas, la ciudad sin memoria estaba siendo herida, mutilada, en aras del progreso. Un enorme hoyo, como si un meteorito hubiese caído, nos anunciaba que allí era el sitio destinado para las Torres gemelas del futuro Centro Simón Bolívar.
Todo un acontecimiento que atraía la atención de paseantes, ver como eran sacadas de las mismas entrañas cientos y miles de toneladas de tierra por una decena de excavadoras, alineadas como ejércitos invasores que quisieran con los golpes de una gran bola de acero, arrancarle a la fuerza su secreto a la ciudad.
Así fueron cayendo manzanas enteras de casas; perdieron su forma las calles por las cuales pasaba el tranvía, las que albergaron alguna vez a los carros de frutas tirados por caballos, o aquellas que fueron testigos de los paseos de las damas, cuando iban a la Iglesia cubiertas con sus velos de encaje. Con metódica determinación fueron desapareciendo las ventanas con sus poyos, las mismas que acogieron alguna vez a las muchachas en la espera del enamorado.
Mientras las construcciones avanzaban, la ciudad seguía con su acelerado ritmo, de prisa, sin tomar en cuenta que la vida que dejaba atrás se hundía entre el concreto y hormigón. Estaba por desaparecer esa dulce y apacible existencia que se hacía dentro de las casas con sus patios internos llenos de fuentes y árboles, donde cada vecino mantenía la puerta abierta al amigo, que por costumbre, lo visitaba para compartir un café al atardecer. El progreso se imponía. Nada podía detenerlo.

En la esquina de Traposos, a mitad de la cuadra que sigue hacia Colón, ubicada en la planta alta de un pequeño edificio, la academia de ballet de la Nena Coronil se llenaba del polvo de la soberbia edificación vecina. Con no poco esfuerzo y las notas del piano como guía, las niñas y los jóvenes bailarines respiraban acompasados al ritmo de los ejercicios. Parecían una estampa ajena al trepidante mundo que se abría fuera del piso de madera; crujiente bajo los pasos o al recibir la caricia de una punta de pie, que fija en el minúsculo espacio ocupado, desafiaba a la gravedad lo suficiente para sostener con armonía una pierna elevada.
Sin embargo, cuando se acercaban las seis y media de la tarde, ese equilibrio controlado que los hacía danzar como mariposas al toque de la luz; parecía encontrar un acelerador impuesto desde afuera de forma involuntaria, que se extendía como ola sísmica por toda la ciudad y que también los alcanzaba a ellos.
Próximo a esa hora, la gente trataba de apurar el paso para estar cerca de su casa; que no los agarrasen fuera del ámbito de las ondas hertzianas o sin la compañía de un radio. Todavía la televisión no se había hecho la reina del hogar y había que darse prisa para poder escuchar la emisión diaria de la novela de moda, que para aquella época se transmitía en su primera versión radial: “El derecho de Nacer”, del escritor, músico y compositor cubano Félix B. Caignet.
Las desventuras de María Elena del Junco, quien para salvar a su hijo de una muerte segura, confió su crianza en la fiel Mamá Dolores. La historia de los orígenes de Albertico Limonta, fruto de una relación prohibida y pecaminosa, (por haber sido concebido fuera del matrimonio), paralizaba durante media hora todos los días a la ciudad herida, al país entero y ponía el bálsamo de la ilusión en cada radio escucha.
Nadie quería perderse ni un solo capítulo de los infortunios del hijo bastardo, criado por una negra y que después terminó cuidando a su verdadero abuelo: el terrible Don Rafael del Junco, quien había quedado mudo y paralítico victima de un derrame cerebral, después de saber la noticia de que su médico de confianza era el nieto que él había ordenado matar años atrás.
Todos los visos de un verdadero culebrón, pero que significaron el mayor evento radiofónico de aquellos tiempos. Un fenómeno comunicacional que con gran sorpresa, alcanzó total audiencia nacional. En todo el país se formaban cadenas solidarias alrededor de cualquier radio; los negocios permitían y entre ellos la Zapatería Colón, (ubicada en la planta baja de la escuela de ballet), incluso que la gente entrase nada más a escuchar la novela, hasta que la transmisión diaria se terminara. Los medios de trasporte colectivo subían aún más el volumen de sus radios, para que nadie desde el primero hasta el último asiento, se quedara sin disfrutar el melodrama.
Hasta el afamado Billo Frometa compuso una canción sobre .el tema del habla o no del abuelo del Junco. Que si Don Rafael habló, que lo hará esta noche. Así, con el interés siempre en su punto más alto, se llevó la historia hasta el feliz desenlace, durante 314 capítulos, cinco veces a la semana.
Ahora todo parece lejano, la memoria de elefante del citadino no existe, está envuelta en la niebla; habita en la selva de concreto tal como un dinosaurio prehistórico lo hace en un museo y nadie menciona esos eventos asociados con nuestra cada día más cambiante y olvidadiza capital.
De todo lo que el progreso se llevó (Colegio Chávez, Hotel Majestic, parte de la fachada lateral de la Iglesia de Santa Capilla, y más recientemente el Edificio Galipan), sólo quedan viejas fotos archivadas en quien sabe qué lugar y que al sacarlas a la luz, sólo sirven para acordarnos que con cada parte que se ha echado por tierra en nuestra ciudad; la memoria colectiva se ha hecho menos sensible, le ha dado menos jerarquía a la historia de la urbe, o a nuestras joyas arquitectónicas. A fin de cuentas las pocas que quedan, ahora son fantasmas pintados con spray y consignas políticas.