domingo, 6 de febrero de 2011

BESITOS DE COCO EN CHORONI DESPUÉS DE 45 AÑOS

Todos los pueblos de mar tienen un encanto que los hace parecerse, y Choroni- Puerto Colombia no son la excepción. Pero a un lado del embarcadero de este último, muy cerca desde donde parten las lanchas hacia las playas de Chuao, Cepe, Puerto Maya y Puerto Cruz, hay algo que le da una distinción y sello especial: un rincón reservado para la dulzura. A esa que viene dentro de una ponchera de plástico verde y que trae sobre su cabeza Carmen Saturnina Cobos, la dulcera del pueblo.
Ella se sienta en ese espacio guardado con celo, todos los días desde la 1 de la tarde, a esperar en actitud paciente, a los a veces ausentes compradores.
La acompañan los escasos 100 metros de piedra que forman el malecón construido desde la época de Pérez Jiménez y cuatro cañones oxidados, que en solitaria vigilia , se dejan bañar por las olas que rompen con olvidada memoria una y otra vez. Más allá los borrachos del bar cercano, y los niños que juegan con completa distracción le dan el marco preciso a la figura de Carmen con sus casi 68 años, el pelo corto enrulado con círculos de ceniza, unas uñas largas y cuidadas, que no dejan adivinar que tras la estampa robusta de piel morena, está la enérgica madre de diez hijos habidos con tres parejas, una treintena de nietos y diez bisnietos.
Conversar con Carmen es radiografiar la historia de muchas otras valientes luchadoras, sólo que ésta no se conformó con parir desde antes de cumplir los 15 años, sino que ingenuamente afirma que de no ser porque cuando tenía 32, descubrió a través de una amiga que existían las anticonceptivas, quien sabe si hubiera completado la docena o más. Una mamá gallina que aún hoy cuida a los polluelos y trabaja sin reparo para ayudar a que un nieto pueda terminar sus estudios universitarios.
— ¿Cuantos años llevas haciendo dulces?
—Desde que tenía 40 años estoy en esto de la dulcería. Empecé probando y ya ve aquí sigo..
La maternidad precoz le impidió terminar el sexto grado, y le ha tocado desempeñar muchos trabajos: vendedora de empanadas, camarera o cocinera en restaurantes, servir en casas de familia, como jornalera con el cacao. Aunque ahora está jubilada del Concejo Municipal de Girardot y además tiene su pensión de vejez. No descansa, necesita el ingreso que le proporciona la venta de sus dulces. De allí que a diario recorra las calles donde a veces falta el asfalto, y que sin embargo recorren los turistas ávidos del descanso de fin de semana. Aunque estos cada vez vienen menos.
Una paisana se acerca. Sus ojos y piel clara hacen presumir la ascendencia mezclada con algún extranjero, que quizás llegó hace años, al igual que otros aventureros a esta tierra prodiga en el cultivo del cacao y se quedó. O quizás se fue pero dejó el fruto de su aventura. Ella le pregunta a Carmen si la podría ayudar para comprar en Maracay unas medicinas naturistas. La dulcera franca, no se niega. Le dice que se las puede comprar la semana entrante, que le dé el nombre exacto y ella se las trae. En lo alto, a la derecha, la cruz blanca sobre la pequeña colina flanqueada por cactus y arbustos pequeños, parece bendecir la escena y disimula tras la fachada de posadas de lujo, que hay mucha miseria. Un ejemplo es la basura acumulada y exhibida sin vergüenza, en muchos espacios.
Al rato se acerca a la dulcera una muchacha que le pregunta con candidez sobre su arroz con leche.
— ¿Está sabroso?
Ella se ríe con mucha picardía y de forma honesta dice— No se mijita porque yo no lo he probado, pero fíjate ya se vendieron todos los de la parte de la arriba. Se refiere a que en su ponchera coloca dos capas de dulces y en esas primeras horas, con un sol cómplice, las ventas se le dieron fácil.
Carmen confiesa que son tantos años haciendo la dulce mezcla, que ya ni la prueba. Sabe en qué momento ponerle el melado, cuando la masa está lo suficientemente suave para formar los besitos o envasar el arroz con leche. La experiencia es su receta aprendida, pero no da muchas pistas. Eso sí sólo usa leche de coco, de los que le traen de Chuao, porque ya por aquí ni palmeras quedan, dice con pesar y por supuesto el legítimo papelón. Nada de ese que viene en frasco líquido, que es puro azúcar.
El camión acondicionado como autobús, lleno de lugareños y turistas, que hace el recorrido interno entre Puerto Colombia y Choroni, no deja de tocar la corneta al pasar cerca del puesto de Carmen. La dulcera nacida, criada y sufrida en estas tierras es bien conocida y más de uno la saluda, o le grita algo que la mayoría de las veces no se alcanza a entender, pero que en los oídos de Carmen sí suena claro, ya que siempre les contesta agitando su mano o con una amplia sonrisa.
Un inesperado chaparrón nos obliga a recoger la ponchera verde, taparla con un paño y correr hacia un lugar techado a guarecernos.
El bar la Playa es el sitio elegido, con su estridente música, sus mesas llenas en su mayoría de hombres que beben cerveza y juegan dominó. Acercamos unas sillas y vigilantes con la ponchera enfrente tratamos de seguir la charla. Misión imposible. Sin embargo, esos momentos reunidos allí esperando que la lluvia cese, sirven para afirmar que Carmen conoce a casi todos los presentes. Su padrino está allí y ella se acerca a saludarlo y nos aclara que tiene más de 80 años y era el mejor amigo de su padre. No se tarda mucho porque la impaciencia del viejo por colocar su piedra de dominó parece presagiar que en un descuido hasta “la cochina” le puede quedar ahorcada.
En una mesa cercana una dupla de alemanes permanece callada, observando todo con curiosidad. La gente a su alrededor, semidesnuda, gritando para dejarse oír, en competencia con el ruido de las piezas blanquinegras sobre la mesa, no parecen asombrarlos. Nada que invite al relax o la paz. Ellos parecen disfrutar del ambiente poco higiénico y de la compañía del perro callejero cercano a su mesa y Carmen hace notar que en este pueblo no hay fuentes de trabajo y que cuando el turista no viene no hay pa´ nadie. Es la maldición de nuestra geografía, bellos lugares desaprovechados, cubiertos por la costra de la desidia.
La lluvia se disipa después de quince minutos a lo máximo. Las calles quedan con las aguas empozadas, con las botellas de plástico como botecitos atracados junto a papeles y restos de comida.
El sitio que usa Carmen para la venta está mojado y aún no ha vendido toda la mercancía. Le quedan 18, de los 30 vasitos de arroz con leche de coco y de los paquetes de besitos (con 5 cada uno), aun tiene 3, de los 12 que trajo. El sólo pensar que se tendrá que regresar sin la venta hecha, le pone más sombras a su piel curtida. Y es que además de la pérdida en los materiales invertidos, (½ caja de papelón le cuesta 100.000 bs) se desequilibrará su presupuesto. En estos momentos está afrontando además de los gastos de su casa, el cuido de su madre de 98 años, y el peso del costo de las medicinas para una hija enferma.
Con el paño que enrollado le sirvió de base para llevar la carga de la ponchera sobre su cabeza, limpia su escalón y vuelve a acomodar su carga en el malecón.
De nuevo la espera. Los clientes pareciera que han huido. Así como lo hicieron en un tiempo los barcos que atracaban allí a llevarse las cosechas y traer mercancías. La economía de producción ha cambiado por la que trae el turismo. Aunque aclara que la llegada de gente mala de otras partes, ha aumentado la delincuencia y por supuesto alejado a los visitantes. Nada bueno para el pueblo.
En la próxima media hora nadie se acerca a comprar y en ese mismo tiempo las manos de Carmen han estrujado un pañuelo lo suficiente para que se torne de blanco a un gris desolado. La mujer que parió diez hijos de forma natural, a puro pulmón, ayudada por la comadrona del pueblo, ahora resopla con resignación.
Son las 5 pm, las lanchas comienzan a regresar con los venidos de otras playas y de nuevo se inicia, con más fuerza esta vez, la lluvia. Le propongo a Carmen marcharnos a la posada .Su mirada se vuelve interrogante hacia su ponchera casi llena. La tranquilizo.
—No te preocupes que esta noche en la cena con mi grupo, todos ellos probarán de postre tu arroz con leche y tus besitos de coco.
La sonrisa que no quedó plasmada en los afiches en que ella aparecía, para promover el Festival de afro descendientes y que adornaron todos los postes de Maracay y sus alrededores, esta vez sí salió a relucir. Esa que es como el sol que nos hizo falta durante toda la tarde.
De vuelta las paredes remozadas de las casas, ahora convertidas en hospedajes de fin de semana, nos asoman un futuro que no acaba de ser próspero para este pueblo que aún se levanta temprano y va a la misa de 8 am en la Iglesia pintada de azul y que sigue vendiendo la idea de que con solo pasar las montañas que la llevan a él tendrán la felicidad que da el sol y el mar azul magenta.
Habían pasado 45 años desde mi última visita a Choroni y de verdad en el pueblo vi casi todo igual, solo que esta vez probé los besitos de coco y el arroz con leche y me prometí no dejar pasar tanto tiempo para la próxima visita, porque de seguro ya no estaré para contarlo.