sábado, 14 de marzo de 2009

Por favor, sea breve que no tengo mucho tiempo para leer

El sombrero

Sir John Pigeon caminó cerca de cinco cuadras con la rara sensación de que la gente lo miraba con asombro. Si bien su atuendo no era el normal de un día de trabajo, tampoco es que estuviera mal vestido o fuera de moda. La asistencia a una boda de la realeza ameritaba que vistiera con esa elegancia que ahora lucía.
Al doblar en la esquina cercana a la Catedral Mayor, se vio reflejado en la vitrina de una tienda y con toda parsimonia se quitó su sombrero de alta copa, lo sacudió y un pichón recién nacido cayó al suelo. Siguió su camino con el mismo paso aprendido en el ejército inglés.
Varias cuadras atrás una mamá buscaba con dolor a su polluelo.

La muerte de la suegra

Ella llegó puntualmente a las 5p.m. Nadie la esperaba, ni había sido invitada, sin embargo mi madre la dejó pasar; creo que sin sentirse sorprendida, y tal vez con algo de alivio también.
Entre lágrimas y condolencias sólo yo pude ver la media sonrisa que esbozó mamá cuando cerraron la tapa del ataúd de la abuela. La puntualidad con que la muerte vino a nuestra casa sólo fue explicada como “infarto al miocardio”, pero yo se que fue mamá quien le abrió la puerta.


El monstruo del río.

Melecia iba todos los días a lavar la ropa en las tranquilas aguas del río. Llevaba con ella a su pequeña Clara de cinco años; la sentaba lejos de la orilla sobre un montículo de ramas secas, y le cubría su cabeza con un sombrero muy grande, que casi llegaba a taparle los ojos color guarapo y se iba a trabajar.
La niña pasaba las horas callada mientras jugaba con las piedras blancas que encontraba e iba poniendo en pequeños montones a su lado, hasta hacer una gran cruz.
Cuando horas más tarde encontraron a Clara sola al lado de Melecia que yacía muerta, ella les dijo que del río había salido un monstruo vestido de negro, que tenía en la espalda una caja plateada de la cual salían muchos tubos, con una máscara de ojos transparentes y que con sus pies grandes y sin dedos ensuciaba la ropa que ya estaba lavada.
Nunca se supo quien mató a Melecia, ni tampoco porqué después del hecho Clara se quedó callada para siempre.


Otra

Morell rezaba junto a la lápida de la esposa muerta hacía tres años. Allí había escrito: Te amaré por siempre.
Observaba como cada domingo una joven ponía flores en una tumba ubicada a escasos metros y luego se iba en dirección contraria a dónde estaba él.
Hoy fue diferente. La joven terminó su labor, dio media vuelta y se dirigió hacia él con pequeños saltos, cuidando de no pisar los túmulos de grama que demarcaban las sepulturas. Cuando lo tuvo al frente le miró directo a la cara y le dijo:
— Ya es hora de que busques a otra.
Luego le tomó de la mano y con un suspiro volvió su cara hacía dónde había venido y exclamó:
—Adiós mi rey. Viva el rey.
Morell la siguió complacido.


El único deseo

—¿ Qué es lo quieres? preguntó el arrogante marido.
— No se lo que quiero- dijo ella- pero enseguida continuó —Lo único que si sé es lo que no quiero y triunfalmente agregó— que es estar casada contigo.
Y la guerra comenzó.


Amor y odio
Como amo aquella caja de chocolates, cada uno con un relleno distinto.
Como odio cada uno de los kilos que aumenté cada uno en un sitio diferente.



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