jueves, 17 de junio de 2010

LOS HEROES NO ANDAN SUELTOS


Viernes 4 de junio, 1 y 30 p.m. La amenaza de lluvia se había disipado y la humedad combinada con un suave calor invadían los espacios abiertos que rodean a la antigua Iglesia de La Santísima Trinidad, convertida por decreto del Presidente Guzmán Blanco en Panteón Nacional desde 1874, para albergar como en un santuario a héroes, próceres y los grandes de nuestra historia.
Un busto de Su Majestad Carlos III nos recuerda en un homenaje algo inusitado desde una de las tres plazas limítrofes, que fue el creador de la Capitanía General de Venezuela. Las raíces de nuestro pasado español en contraste con el orgullo de las glorias conquistadas por los insignes que descansan muy cerca.
Otra plaza más amplia, cual ágora arcaica, con sus gradas ahora vacías y decenas de astas sin banderas que ondeen, resguarda al cercano edificio de tres naves y una pequeña cúpula, pintado de un rosa muy pálido, con detalles en blanco gris.
Visto de frente nuestro Panteón dista mucho de ser monumental; sin embargo, el ánimo se inflama con el peso de la historia que allí se guarda. Es la certeza de que allí convertidos en polvo reposan 143 seres que de una u otra manera forjaron o construyeron nuestra historia. De de ellos sólo 54 eran civiles y para ser más específicos únicamente 3 mujeres.
Al encuentro de la amplia puerta, abierta a la promesa de inmortalidad, se asciende por 19 escalones de mármol gris, flanqueados por 4 pebeteros de mármol negro. Antes de entrar a la gran nave central ya se divisa al fondo el altar y monumento al huésped más ilustre: Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, sobre quien se cierne el culto y veneración más omnipresente.
Para acceder a ese recinto casi sagrado basta con escribir el nombre y zona de procedencia en un gran libro que da cuenta, por el abultado número de visitantes, (más de 500 entre sábado y domingo) que los muertos y en este caso los héroes no se quedan solos y si tienen quien los visite.
Las pisadas no resuenan en las grandes losas de mármol pulido dispuestas en cuadros con formas geométricas y de varios colores; se vuelven cómplices del silencio de las figuras que adornan los 12 monumentos repartidos en simetría en cada una de las dos naves laterales. Se destacan dos al final de ellas como centinelas: A la derecha el cenotafio de Antonio José de Sucre y a la izquierda el grupo escultórico homenaje a Francisco de Miranda. En ambos los sarcófagos abiertos sólo guardan la esperanza de recuperar los restos de los próceres.
El Altar Mayor está iluminado por las 230 luces de la inmensa lámpara de cristal de Bacarat. La luz se expande por el techo cuadriculado en hojilla de oro y plata y lanza haces hasta la urna de bronce de más de 3500 Kg de peso dónde reposan los restos del llamado Padre de la Patria. La Justicia y la Libertad moldeadas en dos figuras fémeninas en mármol blanco nos representan los ideales del sueño inconcluso de Bolívar.
Las 17 pinturas adosadas al techo abovedado originales del pintor Tito Salas le dieron el pase para reposar él también en este sitio, al igual que en forma simbólica y harto discutida, lo hace el cacique Guaicaipuro.
El guía Jesús Barreto contó que se tejen historias sobre ruidos, pisadas y hasta alguna aparición, pero al contrario de lo planteado por Ana Teresa Torres en su libro “La historia de la Tribu “, de que “los héroes venezolanos no descansan en el Panteón Nacional, por el contrario andan sueltos. Saltan de sus lienzos y aterrizan en el asfalto, sortean los automóviles, se introducen en internet, protagonizan la prensa y la televisión”…..Los que aquí están, sea merecida o controversial su estadía en este recinto, acatan el horario restringido hasta las 4 pm para ser venerados o exhibirnos su grandeza; atrapados en la historia, con el sueño de los visionarios, convertidos en mitos.
A la salida a la derecha hay una tercera plaza, cercana al Edificio de la Biblioteca Nacional, presidida por el busto del poeta Omar Khayyan y dos niños juegan. El más grande persigue con insistencia en una batalla desigual al menor que viste camisa roja de preescolar, emulando quizás, a las tantas libradas por los próceres durmientes siglos atrás.

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