viernes, 8 de agosto de 2008

Juramento


Si quería llegar a tiempo para mi cita, debía tomar el metro hasta Capitolio, antes de las once. El tren llegó abarrotado de todo tipo de gente. No creía poder conseguir asiento y mucho menos alguien amable, para cederme el suyo.
La suerte me acompañó. Vi uno libre y me lancé a ocuparlo, como jugador para llegar a tercera. A mi lado una señora cargada de paquetes, insistía en quitarme parte de mi puesto. Me volví y la miré con toda la fuerza arrasadora de un huracán entrando a las costas de una isla caribeña y puse fin a la invasión con un disimulado codazo. Se bajó dos estaciones más adelante, no sin antes pasearme su trasero como bandera en desfile, por toda mi cara.
Al quedar libre el asiento, se produjo un forcejeo entre un joven escolar con camisa beis y una aspirante a desnudista, así de poca tela lucía en la blusa y la falda. Se resolvió a favor de la chica. Al sentarse un olor a pescado de tres días, se me pegó de las fosas nasales.
La siguiente estación: Plaza Venezuela, parecía el infierno en un día libre. Toda la gente pugnaba por salir, sin dejar entrar a los otros. Las líneas amarillas, puestas para imponer el orden, sólo servían de guía al descalabro. Los gritos de: ¡Déjenme salir ¡ junto con los pisotones, insultos en media y alta voz, daban la imagen de un ejército en desbandada.
Al llegar a Capitolio, ya tenía la decisión tatuada como un juramento: No volvería a tomar el metro. La próxima vez me saldría taxi.

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